Sorpresas del Camino de Santiago
Acabo de regresar luego de dos semanas espectaculares en España y Portugal. Fui a hacer El Camino de Santiago, el cual me llevó a caminar junto a un grupo maravilloso durante seis días, comenzando en el pueblo de Baiona en la costa gallega, hasta llegar a la Catedral de Santiago de Compostela. El Camino se puede hacer a través de muchas rutas, desde prácticamente todos los países de Europa. Es una peregrinación que millones de personas han realizado durante siglos, para llegar al lugar donde se encontró la tumba del Apóstol Santiago, y en el cual se erigió la espectacular catedral.
Originalmente el peregrinaje era uno religioso como promesa o búsqueda de sanación física y mental, pero ya más recientemente los peregrinos llegan de todas partes del mundo y por diferentes razones, desde el reto físico que representa hasta la búsqueda de respuestas y fortaleza emocional y espiritual.
Lo cierto es que el camino te provee para todo eso. Resumir lo que significó para mí en una columna sería imposible. Lo que aprendí sobre mi misma y los demás en esta aventura ameritaría un libro, pero eso ya lo hizo magistralmente Silverio Pérez. De hecho, el grupo con el que viajé fue el último de seis organizados este año por Silverio y su esposa Yessica Delgado. Tengo que agradecer a ambos el que hayan creado esta oportunidad para que tantos de nosotros viviésemos esta experiencia transformadora.
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Ya nos habían advertido sobre el reto físico que conllevaría caminar seis días, un promedio de veinte kilómetros diarios (unas doce millas). Pero no contábamos con que la lluvia iba a dificultar grandemente el proceso. Hubo días en que francamente pensé que no podría terminar el trayecto. Pero aprendí que soy más fuerte de lo que pensé. Siempre fui de las últimas en llegar. Dejé la prisa en casa y entendí que, al igual que en la vida, en el camino se llega cuando se puede, enfocándonos en el momento y en el “largo plazo”, no en quien llega primero. Fui testigo de cómo lo difícil se facilita cuando nos ayudamos unos a otros. Una de las compañeras del grupo, de ochenta y dos años, me enseñó que la edad no debe ser límite para nada en la vida. Gracias, Ada. En fin, aprendí muchas lecciones en este camino, el cual espero repetir algún día.
Lo que no esperaba, la gran sorpresa, fue la conexión que sentí con el terruño gallego, el cual llevo en la sangre. Mi bisabuelo paterno nació en un pequeño pueblo de Galicia llamado Cangas, en la provincia de Vigo. Emigró a Aguadilla, se casó con una boricua, y allí tuvo a sus hijos. Aunque nunca lo conocí, recuerdo que mi abuelo, Don Constantino García, se sentaba a escuchar la canción de Julio Iglesias “Un canto a Galicia”, y lloraba recordando a su padre. Aunque no pude llegar a Cangas, esos seis días caminando por costa, montes, y poblados gallegos, me hicieron conectarme con el recuerdo de mi abuelo de una forma que jamás esperé. El vivió con nosotros casi quince años, y aunque peleábamos mucho, fue una gran influencia en mi vida, y nos queríamos tanto…
Mientras caminaba recordé cómo de niña yo tendía a padecer de momentos de tristeza y melancolía que llegaban repentinamente y que ni yo misma podía explicar. Mi abuelo me observaba y se daba cuenta. Y en varias ocasiones me dijo que yo padecía de “morriña gallega”. Siempre me quedé con la duda de a qué rayos se refería.
Un día, caminando por uno de esos pequeños poblados gallegos, vi a una señora cuidando su jardín y me acerqué. Le conté sobre mi conexión con su tierra y sobre lo que mi abuelo me decía. Ella hablaba más gallego que español, pero en eso llegó su hija y al escuchar mi pregunta se sonrío. Me dijo que definir “morriña” en español era un poco complicado, pero que sí tenía que ver con nostalgia y tristeza. Y añadió que, generalmente, esa tristeza tenía que ver con extrañar su tierra, con ese dolor de haberse tenido que ir y no poder volver.
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La explicación me hizo conectarme en compasión con lo duro que tuvo que haber sido para mi bisabuelo dejar Galicia y nunca regresar. Y a la misma vez me tocó fuertemente el pensar en el dolor que deben sentir tantos emigrantes en todas partes del mundo, incluyendo mi Puerto Rico, al tener que dejar atrás el terruño de sus raíces para buscar mejor calidad de vida. Y creo que también entendí el apego que yo siempre he tenido por mi tierra, tal vez el más fuerte de todos mis apegos. Siempre ha habido una gran resistencia a vivir lejos de Puerto Rico. Dicen que cargamos las emociones de nuestros antepasados, y tal parece que esa “morriña gallega” la llevo conmigo. Espero volver a Galicia, y espero volver a hacer el Camino de Santiago. Pero por el momento estoy todavía asimilando lo que fue esta experiencia y curiosa por lo que todavía me queda por aprender del mundo y de mí.